No hablamos, todavía, de G.S. ni siquiera del propio K., sino aquí el símbolo se caracteriza de destino, de inevitable metamorfosis helénica de los clásicos y de los malditos, unidos en un infierno final: el palacio de Luis II y, en el espejo, el hospital de Baudelaire. Pero, atención, no escribimos de los grandes, sino de nosotros y de nuestros espejismos: allí se mueven también los insectos, revoloteando, quizá.
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