miércoles, 24 de noviembre de 2010

El deseo, su imagen y la sospecha


La civilización es el largo viaje de colocar la realidad, que está fuera, dentro del sujeto que la ve. Acabamos llamando intelectual al que termina creyendo sólo en sus realidades interiores. El deseo es el reflejo de la realidad, así que cuando la colocamos en nuestro interior, también el deseo hace el mismo viaje.

En primer lugar fue el ojo que se volvió consciente de ver algo diferente a su propio yo. En segundo lugar fue el espejo (el agua de los charcos; metales pulidos en Egipto y Roma; cristal azogado en los árabes). Finalmente fue la fotografía (en el intermedio, la pintura). Las imágenes de los fotógrafos victorianos (sic. Lewis Carroll y Julia Margaret Cameron), con sus negativos de colodión, tienen esa belleza de quien intenta detener el tiempo y al mismo tiempo la conciencia de la inutilidad de tal tarea. Tiempo que fluye también interiormente, como comprendieron los miembros del Círculo de Bloomsbury, como Virginia Woolf.

Baudelaire y sus escritos sobre el spleen de París o Walter Benjamin, reflexionando sobre la reproducción del arte moderno, se suman a la demostración de Duchamp y Warhol de la transformación del arte en deseo que se consume y se devora a sí mismo.

La imagen es deseo en el mundo posmoderno, por eso habla generalmente de cuerpos y objetos con claras connotaciones sexuales. A veces, como en la imagen que fotografié hace unos días en una estación de Metro, de la suma de deseos y consumos. Condones y Coca Cola unidos no sólo por la forma, sino por sus contenidos líquidos y de rápido consumo en el mundo occidental.

Pero al mismo tiempo que refleja objetos externos, que lo son también icónicamente internos, lo que arte moderno manifiesta (sic Magritte y Hopper) es siempre una sospecha sobre nuestra propia capacidad de desear algo más de que lo que consumimos. Sospechamos de nuestro deseo y, al fin, el deseo posmoderno no es sino sospecha. Somos sospecha.


C2

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